El pasado 7 de marzo se cumplieron tres años del fallecimiento del sociólogo paraguayo Tomás Palau, ex director de Base Investigaciones Sociales. En este ensayo la abogada especialista en Derechos Humanos, Milena Pereira, recorre el aporte del estudioso para entender el sentido y la gravedad del fenómeno de descampesinización que viven nuestros países a partir de la consolidación del modelo económico extractivista y agroexportador.
Recuerdo las veces en que vi a Tomás Palau dentro de instituciones públicas. En todas había sido invitado y en las tres ocasiones me llamó la atención su evidente incomodidad. No se hallaba para nada, al punto de parecer aliviado al recuperar la calle. Asimismo, me parece ver todavía la sorpresa y la expresión de alegría que iluminó su rostro una siesta calurosa en la que, retornando a Base Is tras almorzar, nos encontró a mi compañero Richard y a mí en la sala de reuniones conversando con una numerosa delegación de hombres y mujeres indígenas, incluyendo niños y ancianos, que habían venido a hacer trámites a Asunción y pasaron a visitarnos,pues habíamos hecho un estudio con ellos en su comunidad.
Pensando en Tomás, a tres años de su fallecimiento, intuyo que fue esa posición vital la que le permitió distinguirse tanto dentro del campo intelectual paraguayo pos1989. Dicen estudiosos de las relaciones entre la intelligentsia y los sectores populares que, a diferencia del siglo pasado, la primera década del siglo XXI ha visto disminuida la solidez de los lazos y compromisos ético-políticos de los intelectuales con las grandes mayorías (campesinos, obreros, emigrantes, mujeres, pueblos indígenas), al tiempo que pasaron a abundar los expertoso tecnócratas, ocupados en brindar los medios científico-técnicos necesarios para llevar a cabo los fines de las elites económicas y políticas de los países periféricos. Si el experto necesita estar cerca del poder y la administración, al intelectual, por el contrario, el poder lo anula.
Palau desarrolló buena parte de su producción intelectual en el periodo de apertura política, el de la “borrachera transicionista”, al decir del ensayista Charles Quevedo. Durante ella, nuestros pensadores habrían estado expuestos a las nuevas amenazas que la sociedad del espectáculo y el neoliberalismo teje sobre ellos: “…actualmente las amenazas que se ciernen sobre el intelectual provienen de la industria cultural que lo eleva a la categoría de estrella a costa de la banalización de su discurso, la ficcionalización y la neutralización de su posible crítica. En segundo lugar, le amenaza la domesticación y disciplina de las instituciones mediáticas, políticas y académicas. Si el intelectual salva estos obstáculos, tiene que afrontar, además, los peligros del aislamiento, el ninguneo y la marginación”, dice el filósofo Eduardo Subirats.
Autonomía del intelectual y universidad
A dicho contexto debe agregarse el específico problema paraguayo de la falta de autonomía mínima respecto del poder de la universidad como institución. Palau no pudo desarrollar su actividad de investigación como científico social en el ámbito universitario nacional, como ha ocurrido con los principales intelectuales críticos de nuestra historia. Si para Gramsci los intelectuales del bloque de poder constituyen la “clave de bóveda”, el punto central que soporta la estructura, que la sostiene y equilibra, que la estabiliza, la neutralización de la universidad como espacio de producción de conocimientos sobre una realidad social como la paraguaya ha resultado al parecer extremadamente estratégica para mantener el estado del orden.
El mérito de Palau fue la construcción y sostenimiento de un centro de estudios, de una institución desde la cual desarrollar líneas de investigación imprescindibles para comprender el presente y que, por tanto, no interesarían a este Estado, ni al mercado ni a una universidad cooptada por el poder. Desde Base-Is dirigió una investigación de gran envergadura científica, con el objetivo de demostrar los efectos reales que estaba causando el avance sojero en el campesinado paraguayo. Los refugiados del modelo agroexportador. Impacto del monocultivo de soja en las comunidades campesinas paraguayas fue publicado en el año 2007 y constituye una obra clave en la que se condensan años de trabajo y se conjugan sus principales experticias técnicas (la sociología rural, la temática migratoria y la metodología de la investigación).Este estudio rompería definitivamente la ilusión del agronegocio como factor de desarrollo, ubicando en el centro a las víctimas de su violencia: los campesinos y campesinas. Quiénes son, cómo están, de qué manera les impacta el avance de monocultivos en lo social y económico, qué impactos provoca en la salud, qué ocurre con las personas desplazadas en las ciudades, qué oportunidades reales existen para ellas.
El campesino como refugiado
Bernardo Mançano Fernandes, probablemente el sociólogo rural más prestigioso de la región, sostiene en el prólogo de la obra que al lector puede parecerle un tanto exagerado hablar de “refugiados”, ya que finalmente se está hablando de personas que fueron expulsadas, expropiadas de sus tierras debido al avance de un modelo de desarrollo de agricultura. Sin embargo, explica: “Desde mediados del siglo pasado con la implantación de la denominada ‘revolución verde’, muchos economistas estudiaron la destrucción del campesinado, e intentaron explicarlo como un proceso de exclusión y expropiación.
Esta lectura economicista no consigue explicar ese proceso porque no es solamente expulsión y expropiación. Es mucho más. Aun así, los estudios sobre la cuestión agraria de la década de 1960 a 1990 se limitan a esta tentativa de explicación.
La expansión del agronegocio a través de las corporaciones transnacionales se intensificó en toda América Latina, desterritorializando comunidades campesinas e indígenas. Y el discurso analítico de las ciencias sociales continúa hablando de expulsión y apropiación. Este círculo vicioso no explicativo se repitió como una letanía. Y los desterrados migraban como si estuviesen destinados a perder sus tierras en un proceso natural del progreso y del desarrollo. El contenido de este libro representa, por lo tanto, una nueva lectura de la insuperable cuestión agraria”.
Junto con la relectura de los estudios que han cuestionado la posibilidad de una transición a la democracia conducida por el stronismo, es pertinente recuperar la apuesta teórica que Tomás Palau realiza al postular que los expulsados rurales son refugiados del modelo agroexportador.
Él fundamenta su tesis con rigor, consciente de que existe una resistencia –incluso en la intelectualidad progresista–a considerar la potencia de la violencia económica, coadyuvada con la represión y la criminalización judicial.
Ello impide dimensionar la hondura del conflicto y abona el relato dominante de que el campesinado no logra arraigarse en el campo debido a una “deficiencia cultural”. Releyendo a Palau, transcurridos varios años y agudizados los impactos y conflictos que describió, es posible comprender la profundidad de su planteamiento. Si se hace insostenible la permanencia en un lugar, si no hay opción de quedarse, se destruye la libertad. En el fondo, hablar de refugiados y refugiadas implica considerar que la propia libertad y la propia seguridad del campesinado están siendo gravemente afectadas por las masivas violaciones de sus derechos económicos, sociales y culturales. ¿De qué libertad hablar si miles de personas campesinas no pueden hacer valer su decisión de vivir en su comunidad, su decisión de dedicarse a la agricultura, su decisión de producir alimentos para su familia y para su pueblo, sin exponerse a grados de inseguridad vital insoportables?
Es más, se ha expandido en la actualidad un tipo de violencia contra el campesinado que ya no es solo la económica, estructural, ni la simbólica que justifica el despojo, sino que es violencia subjetiva: agentes que emplean enormes maquinarias para expandir venenos sin un marco mínimo de protección para quienes viven alrededor, cometiendo de este modo varios delitos que nadie sancionará jamás.
Si en la práctica se entiende que cualquier elemento capaz de dañar podría ser considerado un arma aun cuando ésta no fuera su principal función, dependiendo de las circunstancias y fines con que se la utilice, ¿qué son esos tractores para las personas campesinas que padecen sus efectos sino armas?
La justificación del orden
Cualquier Estado liberal tiene mucho de mito y rito, pero en un orden tan injusto como el paraguayo, con un pacto de dominación tan extremadamente desfavorable para los sectores trabajadores, cabría pensar que la justificación ideológica del poder se reduce a ello, es solo esto: mitos y rituales. Por ello no basta concentrar medios económicos hasta el absurdo, es necesario reducir al mínimo la posibilidad de debate plural en la esfera pública y controlar el aparato estatal de modo total.
En este escenario, toma sentido y se agiganta el valor de intelectuales críticos como Tomás Palau, los necesarios, los que advirtieron, como sentencia Walter Benjamin, que el peor peligro para el avance de la emancipación de nuestro pueblo humillado es “prestarse a ser instrumento de la clase dominante”, contribuyendo con convenientes mentiras, silencios, conformismos o ambigüedades a justificar un orden bárbaro como el actual.
AUTORA: Milena Pereira Kukuoka. Este texto fue cedido amablemente por su autora a Base Is. Se publicó originalmente en el Correo Semanal del diario Última Hora, el pasado sábado 14 de marzo.
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